“Siervo del rey”
Beatriz Nannini
Abril 2011
El hombre sin atributos es la novela más destacada del escritor austríaco Robert Musil. Podría pensarse como un metáfora del hombre actual. Miller toma esta idea y escribe un artículo que titula: La era del hombre sin atributos. Allí trata de armar una arqueología del reinado de la cifra 1. Qué quiere decir esto? Denuncia que en el hombre contemporáneo se somete a ser una cifra, un 1, quedando así a efectos de ser contabilizado, controlado, masificado, evaluado, vigilado para prevenirlo. Miller parte del siglo de las Luces para demostrar cómo se requiere de un largo proceso histórico para reducir el sujeto a una cifra. Tomaré algunos de sus efectos, la evaluación: Es un hecho que la evaluación esta inmersa en nuestra vida cotidiana, forma parte de ella, a veces toma formas imperceptibles, otras se impone ante nuestros ojos. Todos somos evaluados cuando somos comparados a un grupo de referencia o a parámetros preestablecidos. Podríamos decir que el poder de la evaluación es tiránico porque lo que pretende, más que la valoración del objeto evaluado, es el consentimiento de los sujetos evaluados a renunciar a aquello que en ellos mismos no puede ser evaluado porque es incomparable, no cifrable, más bien indescifrable. Con el Psicoanálisis sabemos que lo singular se resiste a ser atrapado por un número o calculo, por suerte el síntoma nos da la brújula por donde orientarnos hacia el surgimiento del sujeto del Inconciente. Ahora, como psicoanalistas, no podemos alejarnos de los malestares de la civilización. Debemos preguntarnos cómo responder no solo en la dirección de la cura, en nuestra clínica, sino también producir un dialogo con nuestra ciudad. Elaboración colectiva. Para ello, tomo la palabra de Anna Aromí psicoanalista de la ECF, invita a que cada uno pueda responder con su propia voz, no sin el síntoma de cada uno. Cada uno responde, lo sepa o no, desde ahí a los impases de la civilización. De ahí sale la voz que pueda ser escuchada. Y siguiendo esta idea me parece interesante el comentario de Amalia Rodriguez Monroy sobre un film recientemente estrenado y premiado; El discurso del Rey que pone en movimiento una voz que sí puede ser escuchada.
"Contra Uno": El discurso del rey y otras servidumbres u olvidos Amalia Rodríguez Monroy Pocas horas antes de que la ceremonia de los premios Oscar nos ensordezca y el éxito —más que probable— del film de Tom Hooper El discurso del rey aplaste y silencie lo más íntimo de sus efectos sobre el espectador, quisiera formular algunas impresiones. Giran en torno de la servidumbre voluntaria —como sostiene La Boétie— que rige toda acción humana. ¿Sería voluntaria en la medida misma en que es ne-cesaria, pues no cesa de escribirse en el registro de la historia, la Historia de la humanidad, la historia de cada uno de nosotros en tanto es la historia de nuestra vulnerabilidad? La proliferación de premios y galardones que, a través de los medios, manipulan tiránicamente el gusto del espectador, ahora reducido a consumidor, es ya indicativa de esa posición de dominados que tan eficazmente libera al sujeto de la carga de elegir, de discernir, de escuchar. La libertad es, con el olvido, el velo en que recubrimos púdicamente nuestras servidumbres, nuestros miedos, una vez que la esclavitud fue oficialmente abolida. Lacan lo plantea con su característica agudeza: “es claro, que si la servidumbre no está abolida, se puede decir que está generalizada . . . La duplicidad amo-esclavo está generalizada en el interior de cada miembro de nuestra sociedad” (Seminario 3). Tras esa servidumbre, hay un mensaje secreto, un mensaje de liberación que queda reprimido y que Lacan distingue muy bien del discurso patente de la libertad, entendida ésta como autonomía individual. Ideal desmedido que, tomando la democracia como coartada, permite al ciudadano global hacer existir a ese amo Uno contra el que La Boétie escribe en 1576. El film de Hooper nos confronta de manera sutil a ese cul de sac: el rey no quiere ser rey; su tartamudez, o lo que hay tras esa imposibilidad de dar voz a su lugar de amo, le coloca en la angustiosa posición de asumir, inesperadamente, ante la renuncia de su hermano mayor, un destino para el que no cumple la condición mínima: sostener —con la palabra— la moral de un pueblo a las puertas de la invasión nazi. Una escena resume con humor británico el drama personal y también el drama histórico. La familia real ve en televisión el enardecido discurso que Hitler dirige a las rugientes masas ya bien alineadas en orden de batalla. La niña, que luego sería la reina Isabel II, le pregunta a su padre: “¿qué está diciendo?” El atribulado king-to-be le responde: “No lo sé, pero parece que lo dice muy bien”. Sabe que es a él a quien corresponde dar la réplica a la incendiaria voz del Führer. La desesperación del advenido rey ante esa inminencia propicia, no sin la decidida colaboración de la reina, el encuentro con un logopeda de barrio tildado de “extravagante”. El término es el elegido por la máquina mediática, que describe la película como el relato de cuanto en ese encuentro hay de emoción, de lucha y de superación. Una historia de amistad profunda. También de ruptura con los prejuicios y las barreras de clase. Pero más allá del sentimentalismo, agazapada tras la máscara de extravagancia, hay otra dimensión que merece ser ‘escuchada’, pues es su marca singular, irrepetible; la que nos conmueve. La posición del humilde logopeda, actor australiano fracasado, puede darnos, en cada detalle, exquisitamente interpretado por el duo —duelo— de actores, valiosas pistas sobre su modo de hacer, de entender un oficio que consiste en trabajar con la demanda del paciente. Para Logue(peda) supone, de entrada, abordar la causa de su sufrimiento. Ese desplazamiento, al que su ‘real’ paciente se resiste tozudo al comienzo, es el que —cuando su Majestad consiente, abre para ambos la posibilidad de trans-formar esa demanda en síntoma y, desde ahí, abrir la pregunta por la causa de su padecimiento. Lección no de profesionalidad, sino de ‘oficio’: palabra anticuada que remite a una ética, a un deseo que la noción actual del ‘profesional’ ha dejado olvidada; oficio forjado no sobre la supuesta ‘autoridad’ que le otorgarían los títulos académicos, de los que carece (para escándalo del vigilante Obispo de Canterbury), sino sobre la experiencia vivida, atravesada del dolor de existir. Un ‘saber hacer’ con su propio fracaso en el terreno de la interpretación, arte que ama y no duda en poner en juego en la cura del paciente. Puede que no triunfara, pero sí logró mantener vivo su deseo. De su oficio Lionel Logue hace, así, un arte verdadero; arte de contención, de espera, de silencios, de manejo de las resistencias. Es arte porque es apuesta firme. Apuesta siempre nueva, invención arriesgada, en el registro de la sorpresa, si el criterio es, como en el caso de Logue, y como sostenemos en psicoanálisis, el trabajo del uno por uno.
Partida a dos, desigual, sobre un tablero de ajedrez en que cada movimiento puede poner en jaque todo lo que ahí está en juego. Para Logue lo que está en juego es, antes que nada, la renuncia del terapeuta a tomar partido en el plano del discurso común, de los desgarramientos que producen en el sujeto las costumbres y el estatuto del individuo en la sociedad. Y que en su ilustre paciente han hecho estragos. Cuestión central, extravagante, sí, para el terapeuta del Rey, que opta — es todo un riesgo— por des(in)vestir a éste del manto de la realeza y transformarlo en Bertie, su apelativo familiar. Apuesta firme que tiene el efecto de hacer posible el trabajo con el síntoma. Apuesta, asimismo, por no reducir éste a un ‘problema mecánico’, pues sabe que hay algo más en juego. El acto de Logue-peda trasgrede, así, la regla preestablecida por la deontología profesional, sea logopeda, didácta o psicólogo. No utiliza su posición de poder, que es poder de sugestión, sino para ponerse en el lugar que es consecuente con la estructura de la palabra, como si compartiera con el psicoanalista lacaniano la extra-vagante convicción de que su acto solo puede ser un acto de desciframiento a partir de algo que sobrepasa al sujeto —al terapeuta tanto como al paciente—. Para él, como para el psicoanalista, la palabra es la única que detenta su poder en el espacio secreto de la cura. Su condición es que ésta tenga lugar en su despacho, y no en palacio. Para el Rey, o mejor, para Bertie, es el peso de la palabra —palabra palaciega— lo que le enmudece. El saber hacer de Logue-artista le aleja del furor sanandi del terapeuta, y le permite sortear los peligros del ‘efecto Amo’ de la sugestión, para buscar, tras la demanda formulable (curar su tartamudez), lo real de la causa que la grave inhibición de Bertie esconde. Puede, entonces, llevar —de nuevo, le asiste su arte, su osada inventiva— al Rey a afirmarse como hablante, sacudiéndose ese peso paralizante. Nos lo muestran las preciosas escenas en que el cuerpo a cuerpo ha de agitarse, arrastrarse, gritarse, articularse, pre-figurando el desprendimiento que le libere de la losa mortal. Es a partir de ahí que el paciente entra en el juego y se instala algo del orden de la transferencia, del amor, y, con ella la ‘confianza’ que Logue le solicita, pues sabe que es la condición de posibilidad de la cura. Confianza no para ejercer de Amo que cree saber cómo responder al sufrimiento del otro, sino un poder de orden distinto, el poder discrecional del oyente, que tiene en cuenta que el sentido de lo que se dice depende enteramente de quien lo escucha. A partir de ahí el ‘real’ paciente puede —no sin trabajo— pasar de la mudez de la pulsión a la articulación del síntoma con que tendrá que arreglarselas para sostener a los británicos en el rechazo decidido a los delirios del nazismo. En esa partida todos estábamos concernidos en tanto peones del tablero de la historia. El artificio del Logue(peda) instaura el deseo en este Amo forzado que puede empezar a reconocer que siendo amo no es amo de sí mismo y que su deseo pende del deseo del Otro. Si la película nos conmueve es porque nos hace ver que no se trata de una extravagancia cualquiera; Otra-vagancia que se orienta por la vía del amor y la del arte como la que mejor puede sacarnos de las servidumbres acostumbradas. Para el psicoanalista advertido el film también tiene un ingrediente valioso. Si su propio análisis le preserva, en principio, de la posición de amo, la apuesta de Logue le permite constatar que el arte, ese ‘saber hacer’ particular, es la torre que en el tablero de ajedrez puede decidir que se mantenga o no abierta la partida. La escena final en que Jorge VI pronuncia el discurso crucial (estamos en el registro de la Historia con mayúsculas), y que algunos tildan de excesiva y sentimental, condensa toda la emoción que guionista, director y actores fueron construyendo desde un lugar que se teje con el hilo de la verdad: el lugar del sufrimiento y sus raíces oscuras en la propia experiencia de haber sido, de ser, infans, sin voz, que también han recitado muchas veces el “To be or not to be”, antes de poder hacer del deseo acto. .....................